La oscuridad.




Si le tiendo mi mano
es espesa a veces,
nunca vacía,
nunca silenciosa,
nunca tan oscura
como para dejar de ver rostros;

yo a veces sigo viendo brillitos,

fueguitos nocturnos,
quizás míos propios,
quizás Luciérnagas de otra vida,
pero este capullo de luna nueva
me asusta enormemente,
y no porque no le vea,
sino porque lo siento rodearme
como brazos fuertes,
harapos de mis miedos,
y me abrazan...
y me sofocan...
¡Y gritan tantos nombres!

Ecos de lo que ya dije
o más bien de lo que callé.
No sé, no sé...

pero pocas oscuridades
son tan oscuras
como la que trae consigo
una noche de recuerdos,
porque la luna desnuda,
y bota muros gigantes
aún en el castillo
del corazón
más acorazado.

Lo cierto es que
ya no me asusta lo incierto,
ya no le temo a la oscuridad,
pues esta es vicaria de la muerte,
y no, yo no temo a la muerte,
quizás la ame profundamente.

No le temo a la oscuridad,
sino a sus palabras...




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